Besó dulcemente sus senos todavía
vírgenes y prematuros. Acarició sus mejillas y cada recoveco de su sugerente
cuerpo. A pesar de no ser todavía una mujer, su figura estilizada y sensual
auguraba unas vertiginantes curvas para cuando la pubertad finalizara.
Dieciséis años ambos tenían y, a pesar de su temprana edad, él sintió
sensaciones junto a ella que posteriormente no pudo experimentar con nadie más.
Era ella su madurez, su firmeza, su sueño, y la amarraba con todas sus fuerzas
mientras le hacía el amor, convencido de que así el futuro nunca la apartaría
de su lado.
No mucho después, surgieron
problemas en su relación y decidieron concederse un descanso. Un tiempo que se
prolongaría demasiado. Fueron por riberas de ríos distintos: ella, valiente y
decidida, bañándose y dejando que el agua recompusiese todas sus cicatrices;
él, inmaduro e infantil, caminó sin descanso lamentándose de lo acontecido en
el pasado. Había sido la mujer de su vida y, adulto ya, no se veía capaz de
desprenderse de aquella ilusión adolescente. Enrabiado, deseaba olvidarse de
ella y volver al punto de partida.
Por desgracia, el olvido lo escuchó
y se apoderó de él en cuestión de meses. Le diagnosticaron la enfermedad
del no conocer, del no saber, del no recordar. Al fin, desecharía
todos los recuerdos en los que estuviera presente ella: su sueño, ya no tan
deseado, vería la luz.
Tras recibir tan pésima noticia, se
acostumbró a pasear diariamente durante el atardecer por el parque de su
barrio. Era otoño y observaba, mudo de asombro, como las hojas se desprendían
de sus ramas a la vez que los datos almacenados en su memoria se iban borrando.
Caminaba y admiraba con el fin de atarse a ese mundo que pronto no conocería.
No obstante, un día, su amor juvenil se cruzó con él. Pudo ver como su cara,
antes caracterizada por la belleza eterna y la felicidad, se había tornado en
un rostro sin expresión, amargado, abatido.
Sin pronunciar más que un tímido
hola, ella se abalanzó a sus brazos y se besaron como hacían hace unas décadas
que, en aquellos instantes, se avistaban difusas. Rozó dulcemente de nuevo con
sus labios aquellos senos, ahora deshinchados tal vez por tanto pesar en su
vida. Acarició sus marcados pómulos que sustituían aquellas sonrosadas
mejillas, y contoneó su cuerpo femenino pero maltratado por el tiempo y la
soledad. Él la amarró con todas sus fuerzas otra vez, convencido de que, si así
lo hacía, el olvido no se la llevaría consigo. Lloraba porque aquellos
recuerdos junto a ella, su rostro, su cuerpo, sus caricias, todo se
desvanecería. Desafortunadamente, la olvidaría pronto, mucho antes que ella a
él y aquello lo colmaba de dolor. No obstante, algo inesperado hizo que
emergiera de sus pensamientos y refutara todas aquellas ideas infundadas. Ella
le miró a los ojos, esbozó una mueca -sin reconocer- y pronunció la más temida
e inusual cuestión: Y tú... ¿Quién eres?.
Siempre he estado al lado de ella y en realidad no la conozco nada, ni
podré conocerla. Recuerdo aquellos paseos tras la salida del colegio cuando iba
junto a mi madre y ella de camino a su casa a regar las macetas, recuerdo aquel
mueble mojado siempre tras su intento de mantener sus plantas vivas. También
recuerdo los interminables momentos jugando al parchís, las búsquedas cuando se
iba y se perdía, las horas cuidándola, los días a su lado y los momentos
compartidos. Han sido diecisiete años intensos que mucha gente cuestionaría si
han merecido la pena o no. Quién sabe. Bajo mi punto de vista años maravillosos
pasados a su lado.
Cuando yo nací ella ya estaba enferma y he aprendido a vivir junta a esa
persona que en un principio solo recordaba aquello que hacía más de cincuenta
años que había ocurrido y que más tarde no recordaría nada. Los años han pasado
y la verdad es que los primeros catorce fueron bastante diferentes a lo
últimos.
En aquellos primeros años había más familiaridad, aún nos recordaba, te
cantaba canciones, te contaba cosas y podías intuir una pequeña porción de su
ser dentro de aquel cuerpo marchito que poco a poco iba llenándose de arrugas y
deshaciéndose de recuerdos. Recuerdo que muchas noches me enfadaba pensando en
qué era lo que le pasaba, no era capaz de entender por qué aquella persona
siendo mayor, no era capaz de aprender nada y cada día lo olvidaba más todo.Más
tarde, conforme fui creciendo fui entendiendo que era aquella enfermedad que
provocaba que esa mujer no fuera nada de lo que me decían que era. Aquella
demencia senil que la fue devorando con los años.
Hace más o menos tres años, pasó de vivir de casa en casa a vivir en una
residencia. Fue la mejor opción, allí tenía todo lo que necesitara a cualquier
hora del día y allí podía recibir los cuidados necesarios. Estos años son los
que mejor recuerdo, son años que he pasado yendo a verla, yendo a las fiestas
que allí se organizaban y disfrutando cada día que la visitaba como si fuera el
último que pasara con ella. Pero este último año todo cambió, ella quedó
encamada, ya no la levantaban más que un ratito por la mañana, había días que
ni abría los ojos y con el tiempo vi como se degradaba por completo. Su mente
hacía años que estaba deteriorada y que ya no recordaba nada, más que
fragmentos de canciones que no sé muy bien por qué, siempre hacía la mención de
cantar si se los recordabas un poco. Y su cuerpo se iba consumiendo.
Recuerdo aquel último día que la vi. Nada más entrar a aquella habitación
en penumbra, vi sus ojos marchitos. En su rostro había una expresión que
indicaba justo lo que hacía meses, ya sabíamos que ocurriría tarde o temprano.
Con un simple vistazo sabía que no duraría más de esa semana. Compartí aquel
rato de una forma especial con ella, bien sabía que sería el último. Le dí yo
la cena y al despedirme, como cada día le di un beso en la frente. Aquel fue mi
último contacto con ella, mi último adiós, mi despedida.
Juntando todos estos recuerdos y valorándolos junto todo lo que aquí no he
podido escribir, todos ellos forman una bonita historia, forman nuestra
historia. Una historia que jamás me arrepentiré de haber vivido, aunque los
últimos años, no merecieran la pena por su sufrimiento. ¿Sabéis que día murió?
El viernes de esa misma semana, el día de mi cumpleaños. Pensad lo que queráis
de mí, pero yo creo que su muerte fue un regalo de ella para mí, pues aunque me
apenara mucho despedirme, era lo que más deseaba. No quería que ella sufriera
más.
Sus recuerdos, los guardamos sus familiares en montones de imágenes y
sonrisas que compartimos juntos. Yo, personalmente, escribo su historia del
olvido y la recuerdo cada día, por todos aquellos que ella jamás alcanzó a recordar.
Para mi iaia.