miércoles, 3 de octubre de 2012

La señora del porche. (Parte 2)


Me contó una historia muy curiosa que no fui capaz de entender hasta que no tuve catorce o quince años y fui más consciente de las cosas. El día que me puse a reflexionar esa historia me di cuenta, que más que un cuento infantil como yo creía que era, era la historia de su juventud y la descripción de lo que era para ella el sentido de la vida y la libertad. Aún hoy, después de todos estos años, sigo descubriendo cosas que no había encontrado.
Esa mujer era fascinante. Nadie que la viera sentada en el mismo sitio todos los días, podría imaginar que ella era de esa manera. De echo, miles de veces hablé con vecinos y jamás me creyeron.
Pasé con ella diez años maravillosos, día tras día, siempre buscaba un rato para estar con ella y que me hablara. Decía que era encantadora y que jamás imaginó que en su vejez, alguien como yo, podría ofrecerle tal grata compañía.
Los años pasaron  y tras 10 años mi vida empezó a dejarme menos tiempo para estar con ella. El instituto, el tener más responsabilidades, la escuela de idiomas y, para que mentir, las ganas de salir con mis amigos a mis quince años, no dejaban mucho tiempo para sentarme a hablar con ella. Pasaba por su porche, me sentaba diez o quince minutos a su lado y me iba. Durante ese año, 1995, cambió mucho, dejo de regalar sonrisas todo el tiempo y sus historias empezaron a perder coherencia. Pensaba que era yo, que ya no tenía ganas de sentarme a escucharla, pero poco a poco comprendí que no se trataba de mí. El olvido se estaba apoderando de ella.
Al percatarme de esto, volví a visitarla con más frecuencia y a pasar más tiempo con ella. Muchos días mi madre me daba comida para las dos e iba a su casa y comíamos juntas, ya que a ella muchas veces se le olvidaba que tenía que comer o pensaba que ya lo había hecho. Pasaba las tardes allí también, era un sitio silencioso y tranquilo, ella podía pasar las horas mirándome mientras yo estudiaba sin ningún problema y le encantaba ponerse a leer mis redacciones y mis trabajos, aunque un rato después los olvidara y más tarde los volviera a leer, una y otra vez.
Durante dos años más, ella empeoró notablemente, perdió gran parte de sus capacidades y ya no recordaba nada. Tenía meses en que la violencia y la melancolía se apoderaban de ella. Se pasaba el día insultando a todo el mundo y persiguiendo personas que, según ella, estaban por la casa. Decía que entraban  a robarle y a molestarle, que le habían pegado y que no la dejaban morir tranquila. Que por qué ella tenía que seguir viva si no quería vivir más, que por qué esas personas que vivían en su casa no la mataban y acababan con su sufrimiento.
Estos periodos fueron muy duros para las dos. Tuve que dejar de ir a estudiar allí, porque sus rabietas acababan con mi paciencia y la concentración, la paz y la armonía que siempre habían reinado en esa casa desaparecían por completo.
Ella nunca olvidó hablar, y aunque incoherentes y repetidas, nunca dejó de contarme sus historias de juventud, sus luchas y sus pasiones. Esa parte de ella jamás desapareció. El último año, tras varias trombosis cerebrales y varios achaques más se quedó postrada en la cama. Con los pocos ahorros que tenía conseguí meterla en una residencia cerca de la ciudad dónde yo fui a estudiar, pero, ya no podía ir todos los días. Procuraba, en la medida en que mis estudios universitarios me lo permitían, ir a verla al menos tres o cuatro veces por semana. Blandita, cansada, pálida  perdida y muy triste, me esperaba cada día. Siempre tumbada en la misma posición, mirando a la puerta fijamente. Toda su vitalidad desaparecida. Todo su espíritu olvidado.
Esta tarde he ido a visitarla, le he visto con más color de cara, y su sonrisa, que un principio parecía imperecedera, volvió a aparecer en su rostro. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír  He estado con ella algo más de dos horas contándole, como cada día que voy a visitarla, todo lo que he hecho desde la última vez que la vi. Parecía más viva que nunca, como si hoy estuviera un poco mejor. He vuelto a casa contenta. He cogido el tren segura de que volvería con ella mañana. He cenado un buen bocadillo de jamón y queso, su favorito, y justo con el último bocado una llamada de la residencia me ha cortado el apetito de golpe. 

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